-I-
Lo veo cada mañana
arrastrando
los pies por la avenida,
parando
en cada banco,
mirando
para atrás mientras toma resuello
como
llamando al orden
a todos
sus recuerdos.
Inseguras y torpes,
sus
piernas ya no avanzan como antes,
apenas
las levanta ya del suelo,
con
trabajo lo llevan
a
buscar un rincón soleado este invierno.
Sus ojos ya no miran para ver,
si
acaso solo miran por mirar
como
pasa la vida por delante
de su
gastado cuerpo.
Sus
días se suceden como árboles
al lado
del camino
desde
un tren desbocado.
Monótonos,
iguales,
sin un
mínimo brillo desde el alba
hasta
el oscuro ocaso.
Hace poco, me paré junto a él.
Hablamos
de la vida,
del
frío, del calor,
de sus
sueños lejanos,
de
dolencias y achaques,
de la
vil soledad...
en
fin, de todo un poco.
Al
irme, me sonrió.
Y nunca
vi sonrisa
más
cálida y sincera.
-II-
Una
mañana fría del último diciembre,
eché a
faltar al viejo.
Una
ligera brisa desprendía
de los
dormidos árboles del parque
las
hojas amarillas más tardías.
Brisa
que a mi se me antojó lamento
cuando
se hizo viento
que
enredó su pesar entre las ramas.
Y el viejo ya no vino.
Ni ese
día ni el siguiente.
El
viento ya sabía
que nunca
iba a volver
a
buscar su caricia en el verano,
a rehuir
su furia en el invierno.
El viento lo sabía.
Se fue
a buscar la paz donde los días
dejaran
de pasar ante sus ojos
como
árboles al lado de una vía.